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Cuentan que un alpinista, desesperado por conquistar el Aconcagua inició su travesía después de años de preparación, pero como quería la gloria para el solo, se puso en marcha sin sus compañeros.

Inició el ascenso y fue oscureciendo, no obstante no quiso acampar, sino que resolvió seguir subiendo decidido a llegar a la cima. Cayó, la noche con gran pesadez en la alturas, ya no se podía ver absolutamente nada. Todo era negro, cero visibilidad, no había luna y las estrellas estaban cubiertas por las nubes.

Trepando por los riscos, a tan sólo 100 metros de la cima, resbaló y se desplomó por los aires precipitándose hacia el vacío. Caía a una velocidad vertiginosa, sólo podía ver manchas oscuras que rapidamente pasaban por la misma oscuridad que le envolvía y tuvo la terrible sensación de ser succionado por la gravedad.

Seguía cayendo... y en esos angustiantes instantes, pasaron por su mente todos los gratos y no tan gratos momentos de su vida, pensaba que iba a morir, sin embargo, de repente sintió un tirón tan fuerte que casi lo parte en dos... ¡SI!, como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados a una larguísima soga que le amarraba por la cintura.

En ese momento de quietud, suspendido en los aires, no pudo reprimir el deseo de gritar:

-¡Ayúdame Dios Mío!

De pronto, desde los cielos, una voz grave y profunda le respondió:

-¿Qué quieres que haga, Hijo mío?

-¡Sálvame Dios mío!

-¿Realmente crees que te puedo salvar?

-¡Por supuesto Señor!

-Entonces corta la cuerda que te sostiene, ¡vamos!...

Hubo un momento de silencio y quietud. El hombre se aferró más a la cuerda y reflexionó...

Cuenta el equipo de rescate, que al día siguiente encontró colgado a un alpinista congelado, muerto, agarrado con fuerza de las manos, a una cuerda...

Estaba, tan sólo, a dos metros del suelo.


Proporcionado por: Jesús Acosta


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