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CASERÍOS DE ENFRENTE

Sin tener que esperar el silbido del tren, a la salida del túnel anterior a Fuso de la Reina, entre el temor y el temblor de tanto arbusto, suspirando a la otra orilla del río, pequeños caseríos siguen su contemplación interminable. Aún miran hacia el castillo de las Caldas con preocupación inexplicable. También para mí era como un sueño diurno el imaginar a diario qué podría guardar en sus adentros con tanto secreto. Sin saber que los sueños diurnos podían resultar peligrosos en la infancia.

Aún podría recorrer todos esos rincones sin apearme del tren, viendo pasar, una a una, a todas las personas que hace tantos años cruzaron mi frente o, cerrando los ojos, enumerar todas sus sombras. No me haría falta preguntar nada a nadie para calcular la amplitud de todos los sentimientos vividos en las noches prohibidas de San Juan. Todo como perteneciendo a ese monólogo primero que produjo en mí esa pesadilla de la que nunca pude huir. ¿Cómo pasar por entre lo que no pasa simplemente? Si me olvidara, la monotonía del vivir me deslizaría en el, abismo de lo más injusto.

Era a mediados de mayo. Un mes que resultó muy distinto. Dos niños de la escuela cogieron el tifus, que así se decía entonces, y nos mandaron a todos para casa. Eso fue todo, y bastante motivo para la alarma entre los vecinos. A mí me mandaron para con una familia conocida de uno de estos caseríos. Allí me sentí bastante refugiado, aunque como en otro mundo mucho más distinto. A lo lejos, el río Nalón, desolado y peligroso, amenazaba como si estuviera muy próximo. Y una mañana, en la que la niebla se iba descomponiendo muy tremprana y el sol salía sin revelaciones indeseables, decidí salirme de casa para conocer a Toñín. No tardé en observar en él la expresión de una víctima de algo que, sin embargo, no lograba descifrar. Un anciano, que parecía saberlo todo, me contó cómo la madre de Toñín se había precipitado llevando la vaca a la cuadra de Selmo, pues su cuadra aún no tenía pintas de desmoronarse tan pronto. Y que, por otra parte, la vaca había ido de mal en peor en cuadra ajena. Y que era lógico que en el pueblo nadie se tragara la historia que Selmo se había sacado de a manga. Ya habían pasado los tiempos para creerse uno que a la vaca la pudiera haber mamado una culebra. Tampoco parecía inspirar confianza alguna Sito, eterno pretendiente de Rosina y padre de Toñín, hablando de si la vaca estaba demasiado ordeñada.

"¡Ay!, cantaba la culebra! ¡ay!, la culebra cantaba! ¡ay!, voz tiene de doncella!, ¡ay!, voz tiene de galana!".

La tarde había sido de asombrosa belleza. Por encima y alrededor de Las Caldas se cernía un gran círculo de aliento anaranjado. Con la dulce suavidad de su incesante iluminación mis sentimientos se desarticulaban. Era la ocasión para atreverme a acompañar a Toñín.

Pero antes de llegar a las orillas del río o a las sombras del castillo, inesperadamente se dio media vuelta y desapareció entre las sombras. Me quedé sólo y escuchando fantasmas. Despavorido por tan sorprendente visión, empezaron a latirme las sienes. Creí que bien pudiera tratarse de una falsa percepción causada por las sombras. Pero no tuve más remedio que tropezarme con la realidad. Sobre la hierba se acurrucaban, retorcidos y envueltos en el insaciable verdor, la madre de Toñín y Selmo, exhaustos en un entrega ardua.

"¡Ay! Él por aquí venía! ¡Ay! Él por aquí pasaba!, ¡Ay! Diga lo que él quería!, ¡Ay! Diga lo que él buscaba!".

Nunca me atreví a contarle a nadie todo esto. Por lo que aquella luna sigue flotando sobre las brumas de mis pensamientos. Ni tampoco nadie me explicó cómo Toñín se pudo caer al río. Así que tuve que marcharme antes de poder acercarme a aquel tan lejano entonces castillo.

Bien sabemos que los castillos no encierran otra cosa que lo que en ellos metemos. Pero bien está que sean un rincón para la emoción, para la emoción y para el afecto. Este tren, que todo lo sabe, ni excesivamente viejo ni excesivamente joven, me recuerda que, a estas alturas de la vida, el pasado y el presente se han de tornar tiempo compuesto.

 

LOS PUENTES DE HIERRO

Era muy curioso mi comportamiento cuando me encontraba sobre un puente de ferrocarril. No eran un paso que se me ofrecía, sino una distancia que separaba. Y, además, todos los puentes que cruza este tren son de hierro, menos el de Llera. La audacia de sus gestos horizontales y verticales, sus colores negros o grises, ponían en marcha, y aún no sé por qué, los mecanismos de defensa de mi interior ante lo que en otra parte pudiera ocurrir. En vez de pararme en determinar sus ventajas, me agarraba al rechazo de aquello que podía temer. Pero ahora ya ni siquiera intento aislar aquellos sentimientos tan ingenuos y lejanos. Tal vez, por entonces, con aquellos esquemas tan simples resolviera ciertas angustias. La angustia tiene una estructura de salto entre lo insostenible y la necesidad de sostenerse cuando te sientes en el aire de un puente.

Sin embargo, era otra mi actitud sobre los puentes de rueda o peatonales. Éstos nunca me impidieron detenerme o incluirme seguidamente en el particular designio de las aguas que con tanta sobriedad pasaban por debajo. La proximidad del agua siempre me ha tranquilizado. Contemplándolas desde uno de esos puentes, era imposible una sintaxis timorata. Todo temor se iba de entre las manos y los ojos yendo con todo lo que iba yendo. Sobre ellos la contemplación correspondía al ser.

Había causado extrañeza en el pueblo que Gervasio se convirtiera en dueño y señor de aquella casa en menos de diez días que siguieron a la muerte de su novia; y más, cuando todos ya lo consideraban definitivo solterón de por vida. Las malas lenguas se habían disparado. La anciana madre de la que había sido quince años su novia, resultaba una vecina más insoportable que una mala suegra. Suegra no lo podía ser. Y los más perversos ni siquiera se preguntaban sobre lo intentado con aquella operación.

Sobre este puente de Fuso de la Reina me aguardaban otras sorpresas. Mientras el tren esperaba la entrada del otro. Aunque yo por entonces así no lo viera, los puentes tienen su parecido con los seres humanos: ingenuos, incapaces del planteamiento, del nudo y del desenlace de historias retorcidas. No son animales de rapiña a la entrada de una historia que te hayan contado.

Gervasio, sorprendentemente, intentó llevar a mi abuelo a un camino ajeno a las habladurías.

"- Sé que entiendes de estas cosas, sabes a lo que me refiero".

Y, mientras hablaba, llevaba su mano de la parte frontal a esa otra parte del cuerpo propia de otros menesteres. Y continuó:

"- ¿Cómo pasaré el sexo de aquí a su sitio?". Nunca había oído un planteamiento tan insólito. Dios aprieta pero nunca ahoga.

Pocos meses después, me dijeron que lo habían visto por Oviedo hecho otro hombre.

Y yo, de manera tan tonta, empecé a perder parte de mi miedo a los puentes. Sin duda, allá en el río y bajo el puente, las cosas se planteaban de otra manera. Bajo este puente y bajo todos los puentes.

Los chicos del pueblo se bañaban en pelota viva. Pero se trataba de un juego muy serio. Lo hacían a ciertas horas. Y no necesitaban pararse a pensar unas normas tan respetadas. Siempre la a hora del baño coincidía con la del lavar de las chicas del pueblo de enfrente. Todo era muy ordenado en aquel juego. Y cuando el tren tan serio asomaba, todos se lanzaban al agua con la rapidez de las ranas. Y hasta que las chicas no recogieran su ropa tendida, no se purificaba en el rito de las aguas limpias que en el Nalón otro río vertía.

No me explico el porqué de aquel miedo. Sobre las aguas quietas del río, bajo un puente, descubrí por primera vez en la vida el hechizo impresionante de la niña que corría transparente al sol caliente de una clara y distinta tarde. No sólo más que un débil sueño en el iluminado fulgor de las aguas tranquilas de un río que se esconde bajo un puente.

Sobre este puente me vuelvo a preguntar: ¿el ritual del sexo alguna vez podrá ser sólo un juego? Seguirá hiriendo con sus flechas. La sexualidad no siempre es puente para el amor. Sumamente peligroso sería creer con fuerza lo que nos llevara a negar lo que vemos.

Nuestra salud mental y felicidad sólo se pueden alcanzar cuando nuestras creencias se basen en los sentimientos acordes con la experiencia. La neurosis característica de nuestro tiempo ya no es la represión de la sexualidad y de la culpa. Está en la falta de orientación, de sentido y significado.

Es necesario que ningún pueblo carezca de las nociones de lo bueno y lo malo, de lo verdadero y lo falso. Pero no se debe fomentar la exageración. Cuando el miedo se adueña de lo real, el absurdo se instala en el pensamiento. Pero ahora todo es distinto. Como todos ustedes, también yo lo veo ahora muy claro, tan sencillo: el tren necesita los puentes y el río también.

 

CON LO QUE UN DÍA TE ENCUENTRAS

Ni esos viajes, que nos desplazan hacia destinos muy remotos para regresar al instante a la posición de nuestra velocidad real, se recuerdan con indiferencia. El provenir y el pasado vienen siempre a confundirte, y resulta imposible ese espacio redentivo sin recuerdos ni ausencias. Me siento un vagabundo frágil, registrando contradicciones y límites, pero soñando con recrear una forma algo más amplia para mi conciencia.

No me sentía hijo del sueño de mis padres, ni de los de mi abuelo, sino hermano de mis propios sueños que quería hacer eternos. Mi mente estaba construida de tal forma que de ordinario se me escapaba la verdadera naturaleza de lo que pasaba a mi alrededor. Ni se me ocurría la idea de que los otros también soñaban.

Aún no sabría explicarlo. En aquellos años de la imaginación hambrienta, que, gracias a Dios nadie después convocaría, mi mundo durante meses era tan reducido como el escaparate de una confitería. Pero mi imaginación veía entre los pasteles de Camilo de Blas, tan tentadores como inaccesibles, a los tres enemigos del alma: al tan inoportuno entonces demonio de la gula, al mundo de los compradores pudientes, y a la carne tan desagradecida comensal.

Pero había cosas aún más extrañas. Ni que decir tiene que no me iba a hacer una larga madeja con los pasteles aquellos. No tendría ningún derecho.

Alma inexpugnable para mí, pero que, tras lo sucedido, ya no me atrevería a comentar. Maruja, impregnada como parecía de un profundo ensimismamiento, como si su mundo perdido ya no lo pudiera recuperar jamás, abatida y fuera de todo, se apeó sorprendentemente. Me quedé helado, dando razón a mis peores pensamientos. Cuando, guarnecida tras el parapeto de las sombras, la perdí de vista, seguí pensando que nunca llegaría a comprenderla. No era ese el momento para irse al cementerio. Impaciente y lejana era su imagen para mí todavía. De vuelta, observé más gente que nunca en la estación. Aquella súbita excitación contrastaba con la mayor oscuridad de la tarde. Me sorprendía todo lo que veía. Sin saber aún a dónde iba ni de dónde venía todo aquello. Pero, tan pronto como el tren se paró, con mis oídos desbordados, escuché lo que nunca pudiera imaginar que ocurriera.

Desgraciadamente, el rostro del amor oblativo, en aquellos degradantes y míseros de la posguerra, se ocultaba para mí en las acariciadas letras de Machín. Pasaron los años para que aquellas melancólicas letras suenen de otra manera en torno a este cementerio. Como el cálido asombro que adormeció voluntariamente el amor entrelazado de Maruja sobre la tumba de su acariciado Pepe.

En este huerto, vuelto paraíso, reencontró el fruto que un día vino a perder su corazón. Por ello, los ojos del tren no miran incrédulos, sino con el corazón con que construye sus más emotivos momentos. Est viejo cementerio es una pequeña obra de arte. El tren detiene el tiempo, fija los espacios para los mejores sentimientos, y mantiene la plegaria allí donde debe seguir existiendo. Pero yo no puedo ser sencillo cuando la recuerdo. Aún mis sentimientos son difíciles cuando por aquí paso. Me consuela pensar que sólo Pepe le habla atinadamente preguntándole qué sientes, qué temes, qué amas. Para mí tuvieron que pasar los años; a ella le sobraron los días para darse cuenta de todo ello. Siempre he llegado tarde a las llamadas del corazón.

 

CUANDO LA COMPAÑÍA TE INQUIETA

Si llega ese momento en el que ya no quieras pensar ya más las cosas, podrás sentir la compañía del río Nalón. Sin pausas, con sonidos de sombra, sin variar ni una sola vez el ritmo de su soledad. Su apreciable acompañamiento hasta San Esteban, acaso inmerecido, pero siempre ahí. Sin volver la mirada al río, tal vez no sea posible el diálogo de los viajeros. Contemplarlo es como sentir la ilusión de controlar el mundo interior, de poseerlo, de detenerlo en la palma de la mano. Eterno acompañante, es alma serena que informa el discurrir del tren. Gratificante big bang mientras los músicos afinan los violines, reúne todas las condiciones para que las explicaciones de tantas cosas nunca pretendan explicarlo todo.

Esta mañana salí de casa también para reencontrarme con este río. Como si su transcurrir fuera algo mío. Él siempre comparte su soledad en compañía. Como eterno adolescente, es un ejemplo algo distinto y, sin embargo, en perpetua comunicación. Y, por otra parte, como auténtico hombre maduro, extrae de lo no vivido la raíz de lo que fue para que todo pueda seguir siendo. ¿Todo aparece dos veces: primero sobre las aguas del río y, más tarde, en el interior de mi cabeza?

El adolescente sentado ahora frente a mí, va aislado en el ámbito oscuro del interior de la música protegida por los cascos. No me atrevo a opinar sobre su voluntaria incomunicación. ¿Volcán dormido? Estamos en mundos distintos. Sería imposible el diálogo. Y, cuando al principio no está la palabra sino el silencio, allí hasta el monólogo se fragmenta. Ya no entra en mi cabeza esa nueva relación entre el entender y el ver. Pero me doy cuenta de que puedo seguir pensando estas cosas porque también yo me siento solo frente a él. Mi pensar ya no necesita el ver. Más aún: las cosas que voy pensando no las puedo ver ni siquiera yo mismo. Aquel otro adolescente se plantó frente a mí fumando un cigarrillo. Me miró desafiante. Su presencia melancólica e indolente se inmiscuyó desde el primer momento en el ámbito más oscuro y débil de mi interior. Aún es el día que no comprendo aquel vuelco de mi corazón y por qué tuve en un instante la impresión de haber vivido ya aquel momento.

"-¿Me conoces?"- le pregunté.

"- Claro, del tren".
"-¿Qué quieres?".
"- No vengo a contarte nada. Sé que hablas poco, y me basta".

No creo que este joven se considere un "imposible" haz de problemas y derive a una urdimbre de sentimientos de inferioridad y constante contradicción. Peligroso es suplantar la realidad que el tren te ofrece por un mundo sucedáneo. Pero, claro, es imposible reconciliarte con la realidad si no te has reconciliado antes contigo mismo.

Curiosamente, su silencio es un silencio lleno de sonoridades para mí. Y me pregunto de dónde diablos me vendrá ahora a mí esta intranquilidad. Ahora bien, tengo la seguridad de que el tren me ayudará, sin duda, a compensar este angustioso silencio. El sí al otro también puede intensificarse en las disyuntivas y contrariedades.

No me parece que finja nada. Todo el mundo destaca la importancia de la edad, del sexo y del trasfondo familiar como factores que afectan a los patrones de la amistad.

Y los adolescentes difieren en su susceptibilidad a la presión surgida y su conformismo varía. Estoy seguro de allí donde tenga que adoptar decisiones, contradictoriamente, elegirá como árbitro a sus mayores.

No debo decirle nada. Las palabras serían superfluas. En los momentos esenciales de la vida nos basta con el crédito. No creo que la tristeza se apodere de él por otra parte. Sin duda está aprendiendo a escucharse a sí mismo.

El río sigue viviendo en sus sueños, en su imaginación, en donde alimenta su esperanza. A partir del momento en que ya no lo hiciera, dejaría de llamarse Nalón.

¿Y así la juventud? Pero ponerme ahora a racionalizar sería una irracionalidad. La veneración gratuita de una edad es una tontería. Nunca los problemas humanos se solucionan de una vez para siempre. Tienen que pasar los años para que uno adquiera un comportamiento feliz consigo mismo. Es largo el aprendizaje de la escucha de uno mismo.

¿La primera condición de nuestra hospitalidad es el silencio? Sería capaz de volver a recorrer en este tren el camino de mi vida, pero sé que únicamente podría ver mis huellas cuando ya no estoy en ellas. No me debía extrañar, y menos a mí, que este joven haga del tren su morada, su refugio interior, donde poder descansar, ser él mismo, donde poder tener una relación más humana con sus cosas. Y si llegara a dispersarse, el tren y el río le dirían lo que tiene que hacer.

Gianna 1                        Gianna 3