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ENTRE EL AMOR Y EL HAMBRE

Eran los años en los que no "podría entender a quien me dijera que todo bien amado no merecía adoración divina; ni mucho menos pudiera comprender pensamientos aún más sutiles, como que no es Dios mismo el que sale al encuentro en el amor, sino que es el trasfondo del amor de quien amamos. Pero hasta en la escuela nos leían El Kempis: Ten por vana cualquier consolación que te viniere de alguna criatura". Esto me ponía furioso. Ya por entonces pensaba que los embrollos del corazón no se solucionarían con medidas morales, sino comenzando por la confianza que en uno otros depositaran.

De ninguna de las maneras pude controlar mi sobresalto. Quedé sin voz cuando José me dijo que iba a casarse. Hay momentos en los que todo lo más apreciado se vuelve tormentoso. Mucha gente también veía en José al chico más trabajador del pueblo. Una noche, a escondidas de su madre, flaco y con aquellos ojos grandes, se presentó en casa arrastrando un enorme tronco de árbol. Nos acompañó hasta que el fuego animó el inmenso ruido de la olla. En torno a aquel fuego se ensanchaba hasta el estómago vacío. Cuando él llegaba a casa, volaban todos los jinetes de zozobra.

Y yo tenía más motivos que nadie para apreciar a mi primo. Me había resultado imposible aprender la primera línea de los ferrocarriles españoles: "De Madrid a Irún, por Villalba, El Escorial, Ávila, Medina del Campo, Valladolid, Venta de Baños"... Para mis nueve años que no habían llegado ni a Mieres, era algo imposible. La maestra me pegó en las piernas. Al día siguiente, José me dio su abrigo, pero me arrastraba. Y la maestra, que no era tan buena como él, me lo mandó quitar y me volvió a pegar.

Desde el monte de la Llovera, donde nadie se daba cuenta de que no se podía estrenar ropa dos veces al año, divisaba medio mundo y todo el calor de los invitados a la boda. Desde allí bien comprobaba cómo las cosas se desarrollaban más o menos como yo me temía. Todos se estaban hartando, cosa que no podía dejar de pensar. Pero esto no era lo peor. También sentía hambre de razones y, cuando más distante estaba, sentía su necesidad más intensamente. Hasta llegué a pensar que la Venus no era tan buena orquesta cuando se rebajaba a tocar en una boda así. Sin duda, las gardenias de Machín caían sin ilusión alguna en el blanco y negro de aquel local cerrado. Y todo lo contemplaba; lo que deseaba saber, y lo que no podía hacérselo saber a nadie.

Pero a veces los tiempos cambian con brusquedad. Si, meses después, el abuelo me volviera a decir que en la boda habían comido veintiún docenas de pasteles, yo también me empacharía de alegría. El canto de aquel cercano malvís era tan desfallecidamente triste como para poder compartir mi desdicha.

Sucedió en una lenta madrugada de invierno, cuando los obreros de la fábrica de Trubia, semidespiertos, se disponían a dar fe de su capacidad para el ritual del trabajo. Y lo que José nunca hubiera esperado, allí encontró. Un camión, dijeron, lo cegó. En el puente sobre el río Nalón.

No me fue posible aguantar su muerte para mí solo. Estaba convencido de que aquello no iba a tener arreglo. Veía que miles de ojos censuradores me espiaban. Y para más inri, el viejo cura no me entendía, Actuaba con un corazón tan dividido, que no veía que entre la fe y la vida sólo hay el intermedio del amor. Me veía dividido entre lo que sentía y lo que hablaba.

Tuvieron que pasar los años para que en el tren descubriera que sin una fe en la inmortalidad nada sería el amor y todopoderosa la muerte. Que la única manera de sobrellevar la desdicha es mirándola desde el amor. Tarde aprendí a no confundir el amor con el hambre.

 

RIACHUELOS Y MOLINOS

El Nalón es demasiado serio y tiene bastante para sí para meterse en pequeñeces.

No sé que tenga molinos ni pequeños puentes sobre sus aguas. Pero el tren, que no se le escapa detalle, se identifica también con lo que desde su altura puede ver.

Mirarlos, sentirlos, saber lo que en ellos ocurre. La gente venía a contarle infinidad de historias. De todo ello me enteré muy pronto, por lo que aún tengo en mi memoria cómo reaccionaba ante la manera de contárselo.

Desde lejos, estoy viendo el riachuelo que con tanta desgana baja hasta el Nalón. El pequeño puente. El viejo molino. Toda la aproximación de los dos pueblos sólo podría cumplirse en su desconsolada soledad. Abren sus ojos cansados para contemplar sólo batallas perdidas. Su canto está desvanecido como su vida. Son tan sólo recuerdo de historias que con mucho pudor el tren escuchaba., pues nunca los intereses propios los llamaba altruistas.

Braulión, del vecino pueblo, tenía sus hábitos, y tampoco le gustaba la idea de ser confundido. A pocos meses de llegar al pueblo, ya les había enseñado la manera de superar su temor a los mozos del pueblo vecino. A Rosina, la molinera, le contaba cómo por Priañes, la noche de la fiesta, había llevado la mejor parte: había rajado nada más que a siete. Rosina lo miraba de reojo y le aconsejaba paciencia. Pero su madre pronto le dijo:

"¿Acaso quieres estar en todas las lenguas de ese jodido pueblo? Cásate, hija, cásate de una vez".

Después de la boda, Braulión acrecentó aún más su fama, segando toda la hierba antes que nadie. La gente de su nuevo pueblo miraba asombrada al ver cómo cargaba semejantes pacas sobre sus hombros. Y, puestos a comparar, algún vecino llegó a asegurar que tenía más fuerza que dos yuntas de bueyes.

Rosona, que así la llamaban ahora en el otro pueblo, parió sin darse cuenta. Hasta su madre, que había parido catorce veces, tampoco nunca había visto cosa igual.

"-¿Y qué dijo Braulión? Tenía que haberle hecho por lo menos trillizos. Para mí el que se fía de un lobo, entre sus dientes muere".

Y así durante meses, hasta que llevaron a Braulión para el hospital. Seguía pensando sólo en el maíz sin recoger. Había trabajado más que nunca últimamente. Y lo había hecho hasta reventar. Un virus desconocido para los médicos e ininteligible para él, rápidamente desprogramó toda su fuerza para siempre.

Poco después, Rosina, que poco había leído también pero bastante oído, podía estar pensando:

"Has de advertir que las cosas de más valor en vosotros son la honra, la vida y la hacienda. La honra está en arbitrio de las mujeres".

Mientras renegando de todo el pueblo vecino, se encaminaba hacia el molino tantos meses cerrado. Pero alguien, atónito, vio cómo se ponía a limpiar la maleza sobre el viejo puente. Como con ira desafiante. Los vecinos tendrían que bajar al molino, sin falta de otra venganza mayor. No lo hacía como si su vida comenzara de nuevo.

¿Aún el dominio del más fuerte se considera el ideal social? Cuando más seguro estaba de quienes eran los buenos y los malos, más deseaba su destrucción inmediata. Inmenso error. Sólo el tren ha venido a darme las mejores lecciones: ya no sé quiénes eran los inocentes y quiénes eran los malhechores. Cuanto más el viajero quiera ser juez, más se parecerá a quien es incapaz de volar. ¿Todo pensamiento oculta otro pensamiento? Estoy seguro, sin embargo, de que en este tren no toda palabra es máscara.

Cómo me gustaría que la gente conocida, dejando por un día la ciudad, se acercase hasta ese pueblo que se queda atrás donde los vecinos han levantado un monumento de admiración a quien había nacido en el pueblo vecino. Por estos lugares podrían encontrar ahora esa paz y armonía tan estropeadas por el espectáculo y la verborrea de los que luchan por el poder. Los que hablan mucho se ocultan más. Si pongo mis ojos en otro, me sentiré más fuerte que él o más desaventajado. Sentado en este tren, sólo poniéndolos en el Nalón podré asumir mi propia realidad.

 

IMÁGENES MÁS ESTREMECEDORAS

La fugacidad de las imágenes para quien no se deja estremecer desaparecen en el no ser o, como muchos de nuestros sentires, quedarán a medio nacer; para quien no se distrae, serán presentimiento de que la realidad es mucho más, como la vida. Para captar la larga vibración de su brevedad, es preciso llegar más allá de la mirada o, cerrando los ojos de vez en cuando, lanzarse y correr el riesgo para buscar la falacia de tu subhistoria tantas veces ocultada o con tanta generosidad interpretada. Si tan sólo te quedas en su efímero temblor, que se interpone sin dejarte un susurro sin consecuencias, apenas notarás que se haya producido movimiento alguno en tu curso afectivo. Pero si las imágenes las consideras tiernas y entrañables, se convertirán en un encuentro con tu propio rostro sobrecogido. Y cuanto más enigmáticas, más comprensibles serán. Las imágenes son siempre superiores a nuestra mirada. Tal como siempre, en este tren el viajero no depende de las circunstancias, sino de la intensidad.

La tozudez del anciano era tanto más insoportable, no porque la vejez lo hubiera vuelto intratable, sino porque había sido siempre así. Su nuera, que lo había traído para su casa, pensaba así y tenía la certeza de que no había manera de remediarlo. Y, aunque en la casa nadie le contrariaba, era imposible cruzar dos palabras con él. Siempre encerrado en sí mismo y en aquel silencio.

Pero Colás era algo más que una sombra inútil. ¿Nadie era capaz de arrancarlo de aquel silencio tan suyo? Era evidente que hubo dos únicas excepciones. Cuando oía que en la radio ponían la canción " Pienso que nunca más volverás, mi amor"... Y cuando, mientras su nieta hacía su primera comunión, salió por primera vez de aquella casa. Al verle tan flemático y acabado, la gente tenía por seguro que aquella iba a ser su última excepción.

Los alaridos de su nuera subieron aún más de tono antes de marcharse a vivir a Oviedo. Aunque, la verdad, a la gente no le pareció muy sincera aquella puesta en escena. Colás ya había hablado con su hijo para decirle que él se quedaba. Y para entregarle una cantidad de dinero que nadie conoció.

"- ¿Es que quieres condenarte en este infierno?", le dijo su nuera.

"- No se podrá condenar quien vive ya en el infierno".

Pocos días después, su hijo se volvía a uno y otro lado con su mirada atónita. Acaban de enterrar a su padre. Aquel larguísimo atardecer le parecía infinito. Rehuía ver la imagen de su padre ante sus ojos. Sólo él conocía el calvario que su padre siempre había silenciado.

En su pueblo natal habían convertido en silencio el fogonazo de la tragedia. Fue también una experiencia que vino a cambiar el ser del pueblo. Aquel perro maldito había convertido a su hermanita en un monstruo encendido de rabia. En un instante, el fuego enloquecedor de la niña encendió la amarga negrura de su padre. Unos tres segundos le habían bastado para decidir acabar con aquel furor que le arrebataba lo único que en este mundo le importaba. Pero aquel tiro no sólo acabó con el dolor rabioso de su hija: apuntó sin remedio al corazón de Colás.

No cabe duda alguna de que no le diré nada de lo que pasa por mi mente al joven que sigue tan ensimismado. Seguiré mirando por la ventanilla. Extraño es que cuanto mayor es la distancia, más iluminan mi interior las imágenes. Si quiero existir, no podré estar separado de las cosas, aislarme del mundo que encuentro. Hemos de aplicar nuestro oído a lo que los hombres experimentan.

¿Tan sólo soy lo que pienso? Bueno, con tal que no olvide que siempre soy más de lo que sé y de lo que contemplo. Ojalá me calme rehuyendo la oposición entre mi cabeza y mi sentimiento, mi pensamiento sin alma y mi corazón sin cabeza. La cercanía y la distancia sólo son malas para quien no sabe soportarlas.

Y no hace falta que lo piense todo. El tren ya es lo suficiente lúcido. Con mi escucha activa, oiré que la vida habla y que las imágenes transmiten lo mejor de la realidad. Por otra parte, ¿qué sería mi pensamiento sin la confusión que en mí produjeron ciertas imágenes? Mi idea del amor universal no sería significativa sin una solidaridad incondicional con aquellos condenados tan próximos a mí. Ahora guardaré un silencio. Sólo guardando silencio, podré seguir hablando de amor.

 

LOS MÁS OLVIDADOS

En los años a los que me refiero, las predicciones humanas estaban llenas de limitaciones, o al menos eso era lo que se decía, y bastaba con que no creyeses que una cosa no viniese a suceder para que, curiosamente, sucediera. Y, tantos años después, aún no me resulta fácil liberarme de las sorpresas nunca olvidadas. Por aquellos años, en Trubia la actitud más insignificante tenía una relación oscura con la pasada guerra civil. De otra manera, nadie se explicaba la compartida atención que en el ámbito local merecían algunas humildes personas. Al Turco lo mataron cuando robaba cuatro patatas en una huerta; de la Quina, era mucho más lo que se celebraba que lo que su oscuro designio representaba. Castillo, Floro, Cueto y otros parecían prohombres en boca ajena, pero sus cuatro perras no daban ni para una bota de vino, ni lograron cubrir con una borrachera sonada al mes su pobreza tan olvidada. Y hasta el día de hoy, nadie, que yo sepa, se ha parado en pensar en los ineficaces y tortuosos caminos que por aquellas fechas el miedo dibujaba. Ya todos han muerto. Y, como se sabe, con los muertos nadie quiere cargar.

Al poco de llegar, ya me había propuesto salir. Y aproveché la primera ocasión para lanzarme hasta la colina del depósito del agua. Así que no lo pensé dos veces, y me interné por el barrio de El Bosque.

Me paré ante aquella casucha en semirruinas. Balbina estaba sentada en el deforme y viejo poyo. Supuso para mí un alivio el ver, bajo la luz de su extraña interioridad, el brillo agazapado de su infeliz inocencia. Decidí quedarme. Balbina creía en los diablos que andaban por ahí sueltos. Una noche le habían sacado las patatas que por la tarde había sembrado. Otra noche le habían asaltado por haberse atrevido a ir a la fuente a horas intempestivas. Y ahora, en tiempos normales, sólo se atrevían a hacer la guerra a unos pocos. Hacía poco tiempo, le habían llevado la vajilla, algo vieja pero de mucha estima.

Tal vez quería contarme otras cosas, pero, sin duda, no quería que me viesen hablando con ella. Miró al cielo. De un momento a otro iba a romper con la lluvia inminente. Lo mejor para ella sería resguardarse. Me quedé turbado, sobre todo porque me quedaba sin salida a una explicación que disminuyera mis dudas. Pero, sorprendentemente, antes de recogerse, me dijo:

"- Lo mejor que puedes hacer ahora es irte a las cerezas aquellas, Juanín no las recoge, es buena persona".

No me atreví a subir al cerezo pues su vecina estaba recogiendo las berzas de junto al árbol.

Al día siguiente, me sentí perdido en una aventura sin guía, arrastrado por una especie de violencia interior que iba en aumento. Me parecía absurda toda la realidad. Toda era anónima y falsa. Al oír a mi tía, deseaba tener la certeza de que no estaba en Trubia ni en ninguna otra parte del mundo. Me zumbaba la cabeza al pensar que Balbina pudiera haber muerto de disgusto. Mi tía también estaba convencida de que había sido Balbina la que había robado aquellas berzas. Cuando, por fin, me despedí de Trubia, también un asomo de melancolía vibraba sobre mi convencimiento de que muchos diablos efectivamente se deslizaban subrepticiamente por los mismos caminos sinuosos que los hombres trazaban. ¿Qué era primero, la marginación o la automarginación? Pero estas preguntas no me las hacía entonces en estos términos. Sin duda, en Trubia, en aquellos tiempos, me responderían que todo tenía un mismo origen: el diablo. Con toda su razón alguien todavía hoy recuerda a sus pobres diablos.

Pero la sabiduría secreta de este tren nos recuerda otras cosas que tampoco hemos de olvidar. Sigue considerando a Trubia como un apasionante escondrijo industrial del siglo pasado. El tren es muy agradecido. Su gente estaba muy orgullosa con las máquinas de vapor construidas en la fábrica. Santamaría, viejo maquinista, las recordaba una por una. Además, este tren no nació con vocación carbonera, sino como necesidad estratégica de sacar los pesados cañones de la fábrica de Trubia para embarcarlos a las bases del Ferrol y Cartagena.

Por otra parte, no es función de sus viajeros desvelar el lado oculto de las cosas. Y todo ya ha cambiado. Los jóvenes que se suben a mi vagón sonrientes no han conocido el miedo de otros tiempos. ¿O han visto alguna vez reírse al miedo? Pero estos chicos son muy jóvenes. Cuando aprendan a mar, verán todo lo que otros han amado.

Por lo que se ve, también el "desencantamiento" del mundo ha llegado a Trubia. Procuro comprenderlo. ¿Pero no me precipito? ¿Las heridas que curan con el tiempo no son también las que guardan el veneno? Además, lo primero no es la acción y el rendimiento, sino la presencia, la persona y la estima.

 

SORPRESAS

Ya no sé cuándo empecé a no tener miedo a las sorpresas. De niño, proscrito de la suerte y huérfano del mérito, temía que otra sorpresa viniera a coronar otro desorden. Pero quizá ya en los tiempos de la adolescencia empezaron a no tener esa relevancia de antes. Hasta llegué a agradecer aquellas gratas que venían a cruzar la monotonía. Quizás miedo anterior se debiera a la seriedad de mi tristeza. En algún momento encontré cierta satisfacción en las que me contaron, sin duda alguna. Rufo era otra vida, otro mundo que, aún pasados los años, me sorprendería como paradigma de toda una época donde sólo unos pocos no se conformaban con lo que les ofrecían. Su imagen, turbulenta y lúcida, sigue tomando posesión de un largo espacio en mis admiraciones.

La verdad era que nadie en el pueblo apelaba a ninguno de sus gestos a la hora de dividirse en buenos y malos. Siempre, a la hora de la verdad, desaparecía en el no ser, se esfumaba como la nada. Pero no era así. Sus cosas se exageraban a veces. Y pienso que en su celebrado desdén sus vecinos se exorcizaban. De ahí, la admiración y el desprecio del que gozó, el amor y el odio que recogió.

Repentinamente las cosas cambiaron en el pueblo. En un segundo, el rumor se convirtió en noticia que se extendió como la pólvora. El sargento retirado, más temido que el mastín del que siempre se acompañaba, iba a lograr casar a Rufo con su hermana viuda. El escándalo estaba servido. Y Rufo no se merecía tal holocausto. La hermana no se quedaba atrás del dichoso sargento que había sacado tajada de tantas escrituras y testamentos y ahora urdía un matrimonio tan infame.

Y Rufo desapareció del pueblo. Pero todos se pusieron de acuerdo. No les costó ningún trabajo conseguir una cita para la noche a orillas del Nalón. Concordaron una estrategia colectiva para hacer una sonada cencerrada. En pocos momentos, decidieron las colinas en las que se situarían en grupos pequeños; el grupo que comenzara a jacarear diría ¡ bomba va!, y el que quisiera continuar ¡ bomba viene!

Al parecer, la cencerrada resultó implacable y rotunda, un memorial de la pasada guerra, revivida ahora sin armas pero con ira. El sargento, como una furia, bajó a llamar a la guardia civil.

Inesperadamente, a las dos de la mañana, Rufo subía por la pendiente hacia su pueblo. Y cerca ya, tan pronto como oyó ¡bomba va!, coreado ahora por la guardia civil, no se le ocurrió otra cosa más que responderles ¡bomba viene! Salidos de su escondite, fueron a por él. Se había quedado tan pancho. Pero la paliza que le dieron hizo resonar todas las contraventanas del pueblo.

Tras un primer momento de perplejidad, todos los vecinos comprendieron que lo mejor era ir a decírselo al señor cura. Ya no había moros en la costa. Pero hasta las aguas del río buscaban rabiosas los inquietos álamos de sus orillas.

En el calabozo todo era oscuridad. Pero Rufo pudo hablar con su cura.

- ¿Por qué te metes en estos berenjenales?

- ¿Estará usted hablando ahora del sargento, no?

- Ahora si que ya no te entiendo.

- Pues ustedes tienen escrito por alguna parte que conviene que uno se fastidio por el bien de los otros.

Dijeron que el buen cura había sentido envidia del designio de Rufo. Era el designio que él siempre había soñado. Rufo hacía las cosas sin proclividad alguna a concluir en pose. A Rufo le robó su personaje, para que el pueblo no tuviera conflictos. Aunque sin él todo hubieran sido conflictos.

Pienso que ésta no fue la única gran sorpresa que Rufo dio a sus paisanos. Por mi parte, logró el que las sorpresas ya no consiguieran obsesionarme más. Aunque continuara sorprendiéndome el que la bondad se vuelva tantas veces contra el que la practica.

Hay cosas que se saben, otras que pueden llegar a saberse, y otras que no se sabrán nunca. Peligroso es pensar que la verdad es una y el error múltiple. Yo no sé cómo Asturias puede ser pensada y hablada. Pero difícil resultará si se olvidan estas pequeñas historias que reflejan y contienen tanta de su realidad.

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