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JABÓN BERRETA


Ayer regresaba en colectivo, regresaba porque era una de esas mañanas que a las 10 30 hs. ya estás viajando. Era una mañana fresca con algunas nubes y la insistente presencia del sol por momentos, hacía de la temperatura y la humedad un cóctel más que agradable.

El bondi estaba vacío, baah... la mitad de los asientos estaban ocupados, ningún pasajero se tocaba con el otro. En realidad había como dos asientos por persona. Mi posición, como de costumbre, era atrás contra alguna de las dos ventanas laterales. Es decir por la condición de falta de ocupación de lugares, mi privilegio era tener cinco asientos. Ayer curiosamente me senté contra la escalera; quizá esperando inconscientemente el subir de alguien más.

Estaba tranquilo y como de costumbre pensando en ¡vaya a saber qué o en quién!. Mis pensamientos se interrumpieron cuando el colectivo disminuyó la velocidad para recoger a un nuevo integrante de la tranquila escena. De manera inevitable, y como era de esperar, las aproximadamente doce personas que nos encontrábamos en el interior de aquella espantosa caja ruidosa; levantamos, giramos, y enfocamos nuestras miradas para no perder la posibilidad de observar absolutamente todo del futuro pasajero. El número trece. No fue solamente la primera impresión, fue también la segunda, la del medio y la última.

Subió un muchacho de aproximadamente veinticinco años, un metro sesenta y cinco y contextura física bastante marcada. No sé de dónde venía ni adonde quería llegar. Lo cierto es que no lo había visto antes. Tenía pelo rubio, corto, lacio y bien peinado al agua; barba a medias, esas de tres días, esas que no te podes afeitar con nada. Vestía musculosa bien liviana que evidenciaba una impresionante cantidad de vellosidades sobre el cuerpo y sobre todo, una equivocada cantidad por debajo de sus brazos. Esas axilas estaban totalmente asfixiadas y seguramente pedían perdón.

Terminó de pagar su boleto y el tipo se quedó parado en el medio del colectivo, se agarró del pasamanos y ahí empezó todo. Las bellosidades se habían multiplicado, eran tan densas que francamente no entendía lo que estaba mirando. Era tan sorprendentemente desagradable aquella imagen que me alegré de no estar más cerca de aquel individuo. Pero sí lo estaba, todos lo estabamos, el espantoso olor llegó y envolvió mi espacio aéreo, mi asiento y los otros cuatro del costado.

De repente y sin preguntar; esa "cosa" se había apoderado de todo el colectivo. Me quedé sorprendido clavándole la mirada al muchacho, pero él no había advertido el poder y el alcance de su nueva adquisición. Segundos mas tarde comenzaron las reacciones.

El chofer que estaba en la otra punta de mi posición, levantó la mirada y observó al indeseable por el espejo medio del frente interior. Mientras lo observaba furiosamente, con la mano izquierda abría la ventana del costado, esa que es alta y larga, esa que gira sobre un eje, esa que siempre usa para saludar a los choferes que circulan en dirección contraria. Cuando terminó de abrirla la cara de satisfacción del conductor fue estupenda. En realidad solo pude ver los ojos y parte de la nariz reflejada en el espejo, pero adiviné sin equivocarme; el tipo se había salvado.

¡¡Claro!! Los otros once y yo estabamos apestados; y ahí vino lo peor. Al observar el método de salvación del empleado, todos hicimos lo mismo; creo que en menos de tres segundos todas las aberturas estaban superpuestas.

El ingreso de aire y la velocidad de aproximadamente treinta kilómetros por hora que llevaba el colectivo en ese entonces, crearon un fenómeno físico inmundo. Empezó a circular el aire apestado con más velocidad en el interior, ¡¡pero no salía!!. Era una especie de torbellino mortal, viento del demonio, un huracán sin velocidad pero con un sabor tan nauseabundo que por un momento pensé bajarme del colectivo. La tortura duró diez cuadras más, ese fue el lugar que eligió el conflictivo cuerpo para bajar del colectivo.

Bajó sin problemas y encima parecía contento, eso me molestó mucho. Pero lo que más me molestó, fue y como era de esperar, que esa inmaterial, espesa y desagradable cosa que flotaba entre nosotros no bajó con él. Siguió, siguió y siguió.

Creo que lo único reconfortablemente interesante de ese viaje fue el placer de escuchar el grito del más afectado, un pibe que viajaba a solo un asiento del inmundo. Estuvo bárbaro, salió por la ventana y gritó con fuerza, furia, bronca y resentimiento:

- ¡¡Pedazo de gil!! ¡¡Dejá de usar ese jabón berreta!!


Autor: Pablo Leguizamón


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