Poesía Mística



                FINJAMOS QUE SOY FELIZ


                Finjamos que soy feliz,
                triste pensamiento, un rato;
                quizá prodréis persuadirme,
                aunque yo sé lo contrario,
                que pues sólo en la aprehensión
                dicen que estriban los daños,
                si os imagináis dichoso
                no seréis tan desdichado.

                Sírvame el entendimiento
                alguna vez de descanso,
                y no siempre esté el ingenio
                con el provecho encontrado.
                Todo el mundo es opiniones
                de pareceres tan varios,
                que lo que el uno que es negro
                el otro prueba que es blanco.

                A unos sirve de atractivo
                lo que otro concibe enfado;
                y lo que éste por alivio,
                aquél tiene por trabajo.

                El que está triste, censura
                al alegre de liviano;
                y el que esta alegre se burla
                de ver al triste penando.

                Los dos filósofos griegos
                bien esta verdad probaron:
                pues lo que en el uno risa,
                causaba en el otro llanto.

                Célebre su oposición
                ha sido por siglos tantos,
                sin que cuál acertó, esté
                hasta agora averiguado.

                Antes, en sus dos banderas
                el mundo todo alistado,
                conforme el humor le dicta,
                sigue cada cual el bando.

                Uno dice que de risa
                sólo es digno el mundo vario;
                y otro, que sus infortunios
                son sólo para llorados.

                Para todo se halla prueba
                y razón en qué fundarlo;
                y no hay razón para nada,
                de haber razón para tanto.

                Todos son iguales jueces;
                y siendo iguales y varios,
                no hay quien pueda decidir
                cuál es lo más acertado.

                Pues, si no hay quien lo sentencie,
                ¿por qué pensáis, vos, errado,
                que os cometió Dios a vos
                la decisión de los casos?

                O ¿por qué, contra vos mismo,
                severamente inhumano,
                entre lo amargo y lo dulce,
                queréis elegir lo amargo?

                Si es mío mi entendimiento,
                ¿por qué siempre he de encontrarlo
                tan torpe para el alivio,
                tan agudo para el daño?

                El discurso es un acero
                que sirve para ambos cabos:
                de dar muerte, por la punta,
                por el pomo, de resguardo.

                Si vos, sabiendo el peligro
                queréis por la punta usarlo,
                ¿qué culpa tiene el acero
                del mal uso de la mano?

                No es saber, saber hacer
                discursos sutiles, vanos;
                que el saber consiste sólo
                en elegir lo más sano.

                Especular las desdichas
                y examinar los presagios,
                sólo sirve de que el mal
                crezca con anticiparlo.

                En los trabajos futuros,
                la atención, sutilizando,
                más formidable que el riesgo
                suele fingir el amago.

                Qué feliz es la ignorancia
                del que, indoctamente sabio,
                halla de lo que padece,
                en lo que ignora, sagrado!

                No siempre suben seguros
                vuelos del ingenio osados,
                que buscan trono en el fuego
                y hallan sepulcro en el llanto.

                También es vicio el saber,
                que si no se va atajando,
                cuando menos se conoce
                es más nocivo el estrago;
                y si el vuelo no le abaten,
                en sutilezas cebado,
                por cuidar de lo curioso
                olvida lo necesario.

                Si culta mano no impide
                crecer al árbol copado,
                quita la sustancia al fruto
                la locura de los ramos.

                Si andar a nave ligera
                no estorba lastre pesado,
                sirve el vuelo de que sea
                el precipicio más alto.

                En amenidad inútil,
                ¿qué importa al florido campo,
                si no halla fruto el otoño,
                que ostente flores el mayo?

                ¿De qué sirve al ingenio
                el producir muchos partos,
                si a la multitud se sigue
                el malogro de abortarlos?

                Y a esta desdicha por fuerza
                ha de seguirse el fracaso
                de quedar el que produce,
                si no muerto, lastimado.

                El ingenio es como el fuego,
                que, con la materia ingrato,
                tanto la consume más
                cuando él se ostenta más claro.

                Es de su propio Señor
                tan rebelado vasallo,
                que convierte en sus ofensas
                las armas de su resguardo.

                Este pésimo ejercicio,
                este duro afán pesado,
                a los ojos de los hombres
                dio Dios para ejercitarlos.

                ¿Qué loca ambición nos lleva
                de nosotros olvidados?
                Si es para vivir tan poco,
                ¿de qué sirve saber tanto?
                ¡Oh, si como hay de saber,
                hubiera algún seminario
                o escuela donde a ignorar
                se enseñaran los trabajos!

                ¡Qué felizmente viviera
                el que, flojamente cauto,
                burlara las amenazas
                del influjo de los astros!

                Aprendamos a ignorar,
                pensamiento, pues hallamos
                que cuanto añado al discurso,
                tanto le usurpo a los años.

                Autora: Sor Juana Inés de la Cruz





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